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Ana Julia Quezada hizo creer a la Guardia Civil que había secuestrado a Gabriel Cruz hasta el día de su detención

El pelo de Ana Julia vuelve a rizarse. Conforme avanza el juicio, poco a poco la melena de la mujer, que mató con sus propias manos a Gabriel Cruz, de ocho años, va volviendo a su ser. Y se riza, se tuerce y se enrosca, como se enroscó ella con sus sucesivas parejas -cinco en España, que se sepa- e incluso con la Guardia Civil durante 12 frenéticas jornadas del invierno de 2018 jugando al gato y el ratón.

El pasado lunes, en la primera sesión del juicio, carente de noticias, el aspecto de la homicida confesa concitó la (quizás perezosa) atención de los informadores. La mujer alta, de pelo fosco y habituales mallas de los días de la búsqueda apareció renovada, tal vez más horizontal, cuando llegó el cadalso de la Justicia: atuendo blanco, look más dulcificado y melena lisa. Tan recta como ella misma, en su enésima encarnación, quería aparecer ante el jurado que podría mandarla a prisión de por vida.

El problema es que los renglones comenzaron a torcerse (siempre lo hacen) sobre todo ayer, cuando empezaron a emerger, en las declaraciones de los testigos, su capacidad de «manipulación», el «interés económico» con el que amamantaba y cegaba a sus parejas, su probada capacidad para la mentira -de la que es testigo nada menos que todo un país- y, sobre todo, su innegable talento para generar escenarios, una siniestra luz de gas, en su derredor.

Complejas telas de araña en las que incluso llegó a enredarse, al menos durante bastantes días, la propia Guardia Civil, que libró con la mujer, de 45 años, una sutil y apasionante (si no fuera porque hay sobre la mesa el cadáver de un niño) partida de ajedrez, de poder a poder, repleta de señuelos, amagos y recovecos que se van desplegando estos días, lenta, morosamente, ante el jurado de siete mujeres y dos hombres que decidirá su destino.

LA DESESPERACIÓN DE PATRICIA RAMÍREZ, LA MADRE

Esta historia comienza con Patricia Ramírez, la madre de Gabriel Cruz, «llorando y pataleando en el suelo» aquella misma noche del 27 de febrero, cuando el niño acaba de desaparecer. «Está desesperada, pero le decimos que hay que ponerse a trabajar», explican en el Instituto Armado. Se investiga el entorno de los padres -rápidamente se ve que nadie ajeno ha podido llevarse al crío en Las Hortichuelas, una aldea apartada y de pinypon-, y la primera sospecha recae en un hombre que ha estado acosando a Ramírez, lo que la ha llegado a poner a tratamiento.

Rápidamente se descarta que este sospechoso tenga nada que ver, porque su coartada le protege, pero el lance permite a Ana Julia Quezada ganar tiempo, afianzar su papel de madrastra llorosa pero fuerte junto a un hundido Ángel Cruz, padre del niño, y hacer el primer envite: ella misma, porque quiere, lleva a la Guardia Civil a la finca de Rodalquilar, en la que ha enterrado a quien llama «Gabrielillo». Les explica que ella estuvo ahí por la tarde, que de hecho quería que hubieran ido «los tres» -Gabriel, la abuela y ella- a echar el rato, dado que Ángel tenía que trabajar ese martes, final de puente. Ensaya lloros. Muestra angustia.

Los agentes sólo miran el lugar «por encima» -probablemente ni eso-, y allí mismo, sin saber que su sobrino muerto está a 10 metros, duermen esas noches del 28 de febrero y el 1 de marzo Francisco, el hermano de Ángel, y su pareja. Francisco fuma justo al lado de donde está sepultado el niño, ha declarado en el juicio. En suma: pese a que las dos últimas personas que vieron con vida a Gabriel son su abuela y Ana Julia, no se registran en profundidad las dos casas en que ambas pasaron esas horas. Dando un paso al frente, Quezada ha logrado pasar la primera pantalla. Ha matado al niño y de momento mantiene su secreto intacto.

Así que, envalentonada, da un segundo paso. Se convierte, telefónicamente, en su propia pareja, Ángel Cruz: «Siempre que le llamabas a él te cogía ella, y te decía que lo compartían todo, que le contaras a ella», cuentan los agentes, que no obstante la tenían ya entonces en el punto de mira teórico «por ser la única novedad en el entorno del niño, una pareja nueva que su padre tenía».

Teje que te teje, Ana Julia construye frente a los familiares un discurso que a la vez defiende y ataca, marca líneas: «Seguro que Gabrielillo va aparecer, seguro. Lo tendrán en algún sitio escondido, viendo la tele, igual drogaíllo, pero nos lo van a devolver bien, ya veréis», le repite una y otra vez a la abuela del menor, completamente grogui en esas fechas -el niño desapareció a la puerta de su propia casa-, para luego sumirse en horas consultando su móvil, aislándose -una tendencia que se acentuará en los días previos a su detención, desconectándose de la familia y provocando que estos terminaran viéndola como una completa y monstruosa extraña-.

Fuente: El País 

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