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Sammy Sosa con dificultad en las votaciones al Salón de la Fama

Tuvo un buen arranque en el plato en 1998, bateando .333

La repentina y sensacional llegada del dominicano Sammy Sosa en 1998 fue una de los eventos más impactantes del béisbol en el último cuarto de siglo.

Antes de la temporada de 1998, Sosa ya había demostrado que era un buen pelotero. Había dejado ver su trueno, pegando 40 jonrones en 124 juegos en 1996. En las tres temporadas previas a aquel verano de 1998, promedió 37 bambinazos y 110 carreras remolcadas por año.

Sin embargo, a nadie fuera del norte de Chicago parecía importarle aquello. Por un lado, aquellos números no fueron muy exclusivos entre 1995 y 1997. El mexicano Vinny Castilla tuvo promedios similares. El venezolano Andrés Galarraga y el puertorriqueño Juan González tuvieron estadísticas similares, entre muchos otros. En total, 16 peloteros promediaron 30 cuadrangulares por campaña entre 1995 y 1997, mientras que 24 promediaron 100 impulsadas.

Mientras tanto, Sosa no era precisamente una persona popular en Chicago. La gente pensaba que su desempeño no igualaba su potencial. Venía de firmar un contrato por US$42.5 millones en 1997, por lo que «Sosa no merecía aquel enorme contrato» era un tema candente en los programas deportivos en las emisoras de Chicago. Varios también señalaban que «Sosa estaba desperdiciando su talento». En una historia publicada en el periódico Chicago Sun Times semanas antes del inicio de la temporada de 1998, lo describieron como «egoísta», «pelotero unidimensional», «demasiado enfocado en el dinero», además de asegurar que «nunca pegaba jonrones en momentos importantes», entre otras cosas.

«¿Qué es lo que la gente quiere de mí?», se preguntó Sosa.

En dicha historia, Sosa es retratado como un jugador dolido por toda la situación. «Lo que me molesta es que la gente no me quiere dar el crédito que merezco», dijo. «Soy la clase de pelotero que juega todos los días, que juega fuerte cada inning. ¿Por qué no reconocen eso? No lo sé, pero es algo que quiero saber».

Lo que hace extraordinaria la historia del Sun-Times es que el dolor de Sosa se puede sentir.

Sobre sus compañeros, Sosa dijo lo siguiente: «Estoy dispuesto a hacer todo por mi equipo. Seré honesto con ellos. La gente se confunde porque no hablan conmigo. Soy un ser humano. Tengo sentido del humor. Lo único que pido es que hablen conmigo. Soy una buena persona».

Y esto dijo sobre los fanáticos: «A la gente que quiere más de mí, tengo que decirles que no puedo ser Superman».

Uno se pregunta, después de entender lo que estaba viendo Sosa por dentro, si en 1998 se convirtió efectivamente en Superman.

Esto no se trata de excusar lo que sea que hizo Sosa para mejorar, porque ni siquiera sabemos exactamente qué hizo. Lo que quiero decir es que llegó a la temporada de 1998 determinado a silenciar a todos los críticos que no lo conocían y a conquistar al mundo. Y para eso iba a hacer lo que fuese necesario. Sosa creció en medio de la pobreza. Su padre murió cuando tenía siete años. Su sueño siempre fue ser un pelotero de Grandes Ligas con carros lujosos, joyas y adorado por la gente. Le faltaba eso, ser adorado.

Sosa tuvo un buen arranque en el plato en 1998, bateando .333 con nueve jonrones para finales de mayo, lo que lo perfilaban a 30 vuelacercas en la temporada.

Para aquel momento, ya Mark McGwire tenía 26 jonrones, para un ritmo de 85 bambinazos. Era casi un hecho que iba a pasar la marca de 61 jonrones de Roger Maris.

Pero entonces Sosa empezó a dar jonrones a un ritmo que nadie había visto nunca, pegando 24 en 30 juegos. Era una locura.

«Sammy está muy encendido», dijo el manager de los Cachorros, Jim Riggleman, «que no tengo palabras para describirlo».

Aquella competencia por el récord de Maris fue mucho más que estadios llenos y ratings de televisión. El béisbol volvió ser el centro de atención en los Estados Unidos, el protagonista de portadas de periódicos, el tema de programas de televisión. Todo el mundo hablaba de Sosa y McGwire.

No hubiese sido así si sólo McGwire persiguiendo a Maris, como esperaba todo el mundo. La fiebre que empezó Sosa, con sus saltos y sus besos al cielo tras cada jonrón, aquellas carreras hacia el jardín derecho que enloquecían al Wrigley Field, su propia historia de superación… Todo aquello convirtió esa «competencia de jonrones» en un fenómeno cultural.

La «batalla» siguió y siguió hasta la última semana de la temporada. McGwire rompió el récord de Maris el 8 de septiembre durante un juego ante los Cachorros, naturalmente. Ambos hombres se dieron un gran abrazo luego, una señal de reconocimiento y admiración. Sosa tenía 58 jonrones para aquel momento y parecía que McGwire se escaparía. Pero pegó cuatro vuelacercas en una serie de tres juegos contra Milwaukee para llegar también a 62.

Yo estuve allí en Milwaukee cuando dio dos cuadrangulares para alcanzar 65 en la temporada, empatando a McGwire. Al día siguiente pegó el 66 en el Astrodome y tomó la delantera. Al final, McGwire entró en otra racha fantástica — cinco jonrones en sus últimos tres juegos — para llegar a 70 y reclamar el récord sólo para él.

Pero Sosa fue claramente el gran ganador en 1998. Impulsó a los Cachorros a la postemporada por primera vez en casi una década, liderando las Mayores en carreras anotadas y empujadas, lo que fue suficiente para ser coronado Jugador Más Valioso de la Liga Nacional. Lo más importante para él fue que se ganó el amor que siempre había buscado. En cada artículo se celebraba su ascenso. No sólo por los jonrones, sino por lo que significaba para el béisbol.

Nada sería lo mismo después de 1998.

Sosa siguió dando jonrones, sin embargo. Pegó 292 entre 1998 y 2002, más que nadie en un trecho de cinco años. Durante esas cinco increíbles campañas, pasó de 61 en tres ocasiones y lideró a la Liga Nacional en otras dos. Su promedio de cuadrangulares por temporada fue un increíble 58.4.

Sosa, como nadie antes o después, perfeccionó el arte de volarse la cerca. Sus jonrones no siempre fueron kilométricos como los de McGwire, ni exhibiciones de poder como aquellos de Bonds, pero se iban del parque. Y eso era más que suficiente.

¿Es suficiente batear jonrones para ganarse un puesto en el Salón de la Fama? Lo fue en el pasado, en casos como los de Ralph Kiner y Harmon Killebrew, aunque hay que recordar que ambos se embasaron mucho más que Sosa. El problema con la carrera de Sosa es que está resumida en un número, 609, el total de palazos de vuelta completa que dio. A la defensiva, fue un jardinero bastante bueno cuando era joven y se robó algunas bases, pero nada de eso le aporta mucho a su caso.

Y ofensivamente, más allá de los jonrones, Sosa era un bateador limitado. Su promedio de bateo de por vida fue de .273. No negociaba muchos boletos, salvo los intencionales. Incluso con los 609 cuadrangulares, creó menos carreras que Luis González, que recibió cinco votos en su único año en la boleta del Salón, y también que Fred McGriff, que sigue sin sumar suficiente apoyo de los votantes.

Todo se reduce a los 609 jonrones, un número impresionante. Pero con los reportes de haber positivo en una prueba antidopaje y los rumores de uso de sustancias prohibidas que lo persiguieron en la última parte de su carrera, Sosa — al igual que su gran rival McGwire — nunca llegará a Cooperstown salvo que la actitud de los votantes cambie dramáticamente.

Fuente: Las Mayores

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