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Familias cubanas divididas por nueva ola migratoria

CAMAGÜEY, Cuba (AP) — El 14 de septiembre del año pasado Antonio Cárdenas y ocho cubanos empujaron mar adentro una balsa hecha con chatarra, encendieron su motor, que era de un tractor, y desaparecieron en medio de la noche.

A los pocos días comenzaron los rumores en Camagüey.

Una balsa destrozada había llegado a la costa sin pasajeros a la vista, contó un vecino. Agentes del gobierno estadounidense detuvieron a un grupo de balseros, dijo otro.

Olea Lastre hizo la cuenta: el motor podía impulsar a su esposo, su hijo, su yerno y otros acompañantes al menos 16 kilómetros (10 millas) por día. Les debería tomar, a lo sumo, diez días llegar a Florida.

«Pensaba si mi papá estaría pasando frío», dijo Yusneidi Cárdenas con la voz quebrada. «Pensaba que ni sabían cómo nadar».

En el décimo día, a las cuatro de la mañana, Lastre se arrodilló y rezó. Sabía que si no escuchaba ese día que los hombres habían sobrevivido, se enloquecería.

Esa tarde sonó el teléfono. Las mujeres gritaron.

Habían llegado a salvo.

Un año después, ella y los seres queridos que los hombres dejaron atrás se preguntan cuánto tiempo pasará antes de que se puedan volver a reunirse en Estados Unidos. La distancia que los separa es grande y, en algunos sentidos, está aumentando.

Los Cárdenas son parte de una ola migratoria que no se ve desde hace al menos una década.

En los dos últimos años se calcula que 100.000 cubanos vinieron a Estados Unidos, legal o ilegalmente, según cifras compiladas por distintas dependencias del gobierno estadounidense. Es una cantidad importante para una isla de 11 millones de habitantes. La mayoría se van a otro país de América Latina y después hacen un peligroso recorrido por tierra hasta la frontera entre México y Estados Unidos. Miles consiguen visas de reunificación familiar y viajan directamente a Estados Unidos. Quienes no tienen familiares en Estados Unidos, ni dinero, intentan llegar por mar, en balsas.

La partida de cubanos empezó a aumentar cuando el gobierno comunista eliminó el requisito de los permisos de salida, y se incrementó más todavía cuando Washington y La Habana anunciaron a fines de 2014 planes para poner fin a 50 años de hostilidades y restablecer relaciones entre los dos viejos enemigos de la Guerra Fría. Los cubanos temen que con el deshielo entre ambas naciones, los beneficios migratorios que gozan los cubanos al llegar a Estados Unidos se limiten o deroguen.

Casi 4.500 cubanos llegaron a suelo estadounidense en balsas, fueron interceptados por la Guardia Costera en el mar o pillados mientras trataban de irse a finales de septiembre. En total, la Guardia Costera ha interceptado más gente en el mar entre Estados Unidos y Cuba que en ningún otro año desde 1994. Y nadie espera que esas cifras bajen a corto plazo: más de 100 personas trataron de llegar en balsas en los primeros cuatro días de noviembre, comparado con las 207 de todo noviembre del año pasado.

La llegada de más cubanos ha hecho a su vez que la isla reciba más dólares y bienes de consumo, que son vitales para la economía isleña. La partida de tanta gente, no obstante, se hace sentir de otras maneras en la isla pues ha exacerbado el éxodo de trabajadores y profesionales y acelerado la división de las familias. En los barrios se habla constantemente de los que se fueron.

Los residentes del condominio Mar Azul de Key Biscayne, en Florida, sacaron fotos con sus teléfonos cuando Antonio Cárdenas y sus ocho acompañantes enfilaron su balsa hacia tierra firme, dejando una estela de diésel detrás suyo.

Los hombres saltaron de la balsa y corrieron hacia la playa, a sabiendas de que bajo la política estadounidense vigente desde la década de 1990, quienes sean interceptados en el mar son devueltos a Cuba mientras que casi todos los que pisan tierra firme pueden quedarse en Estados Unidos.

«Bienvenidos a la tierra de la libertad», les dijo en español un empleado de mantenimiento del condominio.

El plan era sencillo al menos en el papel: llegarían a Estados Unidos, conseguirían la residencia legal en un año y, como han hecho tantos otros cubanos, traerían al resto de su familia.

A las pocas semanas, los hombres ya trabajaban en Miami y enviaban pequeñas cantidades de dinero a Cuba. La primera adquisición importante que hicieron fueron teléfonos celulares para toda la familia.

Para Yusneidi Cardenas, el teléfono era particularmente importante. Estaba criando sola a un hijo de dos años y no quería que Daikiel se olvidase de su padre, Maikel.

Cuando Maikel llamaba, hablaba con su hijo, que apenas balbuceaba palabras. Pronto el niño comenzó a preguntar por su padre.

Siete meses después de su llegada a Florida, Cárdenas recibió 38 mensajes de texto de una mujer que decía que ella y Maikel se había conocido en Facebook y habían empezado una relación.

«Puso que era soltero y conoció a una mujer», cuenta Cárdenas.

Esa noche, dijo la mujer, tuvo una breve conversación con Maikel, quien le confirmó que estaba con otra mujer y le colgó el teléfono. Indicó que desde entonces no ha tratado de hablar con ella de nuevo. Y su hijo ha dejado de preguntar por su padre.

Cuando llegó la noticia de que los nueve hombres estaban en Florida, decenas de jóvenes, hombres y mujeres, del barrio donde vivían en Camagüey comenzaron a construir balsas.

Individuos que vendían pan en las esquinas o que manejaban bici-taxis desaparecieron repentinamente. Las explicaciones que dan sus familiares son casi siempre las mismas: partieron hacia Estados Unidos.

Yoanni Guerra Garrido, de 35 años, formaba parte del grupo de Cárdenas, pero desistió de zarpar a último momento. Desde entonces ha intentado irse por mar tres veces.

Guerra calcula que unas 200 personas de Porvenir, un barrio de calles polvorientas con unas 1.500 viviendas, han tratado de irse en balsas. Agregó que unos 40 lograron llegar a Estados Unidos.

«Los viran (devuelven)», expresó, aludiendo al resto. «Hay otros que, a lo mejor, están desaparecidos».

En uno de sus intentos, Guerra y su esposa fueron pillados por la policía. En otros dos, su embarcación se rompió en el mar, una vez muy cerca de las Bahamas. Él y su esposa fueron rescatados y devueltos a Cuba.

«Es triste y difícil», manifestó Guerra. «Te da sed, te da hambre, te da miedo porque no ves nada, solo agua por todos lados. Y no es un barco de verdad, solo un poco de hierro».

Cada vez que lo ha intentado, Guerra ha sido detenido y él y su esposa fueron multados con 3.000 dólares. Guerra afirma que las autoridades cubanas lo hostigan, lo siguen a todos lados, y le dificultan trabajar. Trata de mantener a sus dos hijos criando cerdos.

«Ya no me queda nada», dijo Guerra. «¡Nada!».

Olea Lastre, una peluquera de 46 años, espera horas, que parecen días, en la casa azul de hormigón que construyó con su marido. Se mantienen en contacto a través de llamadas telefónicas y correos electrónicos.

Antonio Cárdenas, de 50 años, trabajaba en el campo y vendía mercancías en el mercado negro. Ahora le escribe a su esposa mensajes que dicen «eres mi todo» durante los recreos en la planta empacadora de carne que lo empleó en Oregon, donde se radicó con su hijo y un hijastro a través de una agencia de beneficencia.

En junio su hija Olia Cárdenas, de 18 años, comenzó a sentir fiebre y fuertes dolores de cabeza. Los médicos sospecharon que tenía dengue. Fue hospitalizada y estuvo inconsciente por una reacción alérgica a las medicinas.

Lastre nunca le dijo a su esposo lo grave que había estado la hija.

«Casi se muere», dijo Olea Lastre, moviendo nerviosamente sus dedos por el mantel de la mesa de la cocina. «Pasé por todo eso sola».

En febrero, Olea y otras mujeres de Porvenir, cuyos maridos están en Estados Unidos, contrataron a un profesor para que fuese a la casa dos veces a la semana a enseñarles inglés por cinco dólares al mes. Aprendieron los saludos y algunas frases que podrían ayudarlas a conseguir trabajo.

Pero hay días en los que Lastre teme que jamás volverá a ver a su hijo y a su marido. Tiene pesadillas en las que se imagina que algo terrible les ha sucedido. En esos días, Cárdenas la consuela.

«No te preocupes», le dice por teléfono, «que la vejez la vamos a pasar juntos».

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